Los libros de caballerías sitúan su acción en un mundo mítico, alejado de las reglas del presente. «No muchos años después de la pasión de Nuestro Redentor y Salvador Jesucristo fue un rey cristiano en la Pequeña Bretaña…» Así comienza el primer libro de Amadís de Gaula. Y así será en el resto de los textos caballerescos, en los que cada vez se exploran geografía más distantes y los encantadores irán ocupando un papel más protagonista, como Uganda la Desconocida, Alquife, Lirgandeo, Califa, Melía, Arcalaús el Encantador, Zirfea o Fraudador de los Ardides.
En este nuevo escenario mágico y maravilloso, el oficio del caballero se puede ver favorecido o entorpecido por la magia, practicada por hombres y mujeres identificados como encantadores, sabios o magos. Con ellos se da entrada en estos libros a la maravilla, a un mundo fabuloso y de ensueño donde todo puede suceder. Estos seres metamorfosean su propia figura y se presentan bajo un aspecto cambiante, profetizan el futuro, viajan en inverosímiles naves voladoras, acuáticas o terrestres, confeccionan bebedizos, portan objetos mágicos y realizan toda suerte encantamientos. Indistintamente pueden convertirse en auxiliares o antagonistas de los héroes caballerescos, manteniendo con ellos vínculos de estrecha amistad y agradecimiento o de odio y persecución. Fristón, por ejemplo, es el sabio amigo de Perianeo, el príncipe de Persia enemistado con Belianís de Grecia y, por tanto, el mago que atentará contra él transformando identidades. Su maléfico poder alcanza también a don Quijote, pues a él, además de a otros encantadores, atribuye el manchego algunos cambios de la realidad. La sabia Belonia contrarresta, en cambio, su magia perversa y se convierte en la maga amiga del héroe en el Belianís de Grecia.
Los sabios encantadores ponen a prueba su conocimiento de las artes mágicas a través de los encantamientos. La imaginación de los autores caballerescos se desborda y no tiene límites en la creación de los mismos. Los personajes encantados sufren metamorfosis, son convertidos en estatuas o animales, padecen torturas en su cuerpo con espadas que los atraviesan o se ven privados de su libertad en espacios mágicos de donde no pueden salir si no es con la ayuda del héroe. Así sucede, por ejemplo, con la princesa Niquea encantada por la maga Zirfea en una cuadra de cristal que semeja el paraíso y la gloria, y donde permanecerá sin sentido hasta su desencantamiento por Amadís de Grecia:
El encantamiento de Dulcinea inventado por Sancho necesariamente ha de explicarse también a la luz de este tópico caballeresco; en este caso, los encantadores son Sancho y los Duques y la hechizada ha sido metamorfoseada en una labradora. En el Cirongilio de Tracia, en cambio, los hijos de Bradaleo han sido convertidos en león y onza y su padre los lleva de corte en corte buscando el caballero que los desencante con la ayuda de una cinta y una corona mágicas (13.3), aventura similar a la ideada por los Duques en el episodio de la Dueña Dolorida (II, 39). Espejos clarividentes, aguas del olvido, espadas hundidas en el mármol, coronas y mantos abrasadores, barcos encantados, como el que sin remos conduce a Palmerín de Inglaterra hasta la isla Peligrosa (13.2.) y el que don Quijote cree encontrar en el Ebro (II, 29), son algunos de los objetos encantados que propician ordalías y aventuras fantásticas reservadas siempre para el mejor caballero.
Si en la primera parte del Quijote, el caballero manchego convertía en realidad lo leído en tantos libros de caballerías; en la segunda parte de la obra se encontrará nuestro protagonista —en uno de esos giros geniales de Cervantes— con lectores de la primera parte, con lo que las «aventuras caballerescas» ya serán reales en el teatro de diversión que le crean. La máxima expresión de este giro en la relación entre la «realidad» de Alonso Quijano y la «ficción caballeresca» de don Quijote la encontramos en los múltiples episodios vividos y teatralidades en casa de los Duques: desde cortejos con Merlín a la cabeza, damas encantadas con largas barbas, torneos y requiebros amorosos, hasta el magnífico episodio de la Ínsula Barataria en que Sancho Panza termina por despreciar la vida de los gobernadores. Y entre tanta «máquina de engaños» destaca la construcción de Clavileño, a imagen y semejanza de tantos encantamientos de libros de caballerías.